Hace horas que la tele perdió la señal. Afuera, el fuego consume lentamente la casa de enfrente, mientras ella bebe copiosamente de la botella transparente. Está sentada frente a la ventana mirando el espectáculo, como quien estuviera mirando la opera desde un lugar preferencial. Su corazón palpita a mil por hora, y la adrenalina encuentra su camino por caminos previamente trazados en su frágil cuerpo. Es la mitad de la noche, y nadie ha llamado a los bomberos. Ni siquiera ella, la mujer de apenas dos décadas, que tiene el arma del delito en su mano: Un encendedor azul, que evidencia el contenido de su interior. ¿Qué pensaba al incendiar aquella casa? Posiblemente, quería deshacerse de sus habitantes. Posiblemente, solo lo hizo por diversión, pero solo ella lo sabe ahora. Y en la comisura de sus labios se forma una mueca ligera, muy parecida al comienzo de una sonrisa. Parece estar disfrutando lo que ve. Ni siquiera piensa, ni le pasa por la cabeza, que en cualquier momento el fuego podría alcanzar su casa, y hacerla parte del espectáculo.
Por fin alguien sale de la casa contigua, con un teléfono en mano. Casi a gritos, le cuenta a la operadora lo que está sucediendo ante sus ojos, y se lleva las manos a la cabeza, con la impotencia de no poder hacer absolutamente nada por la situación. Nadie sabe si había alguien adentro, o si no había nadie ahí. Y esa misma incertidumbre hace que la cabeza de la chica de las dos décadas de vueltas. Necesita saber si había alguien ahí o no. De eso depende el resultado de sus planes. Ahora, vuelve a tomar otro sorbo de la botella, que ya comienza a verse medio vacía, suelta una carcajada al aire, y los bomberos hacen su aparición. El humo empieza a cubrir las ventanas, y apenas puede ver hacia fuera. Se para del suelo, y se acerca a ella, pegando su frente hacia el vidrio, y forza la mirada para ver mejor. Aunque realmente, ya no se ve nada. Como un acto irracional, abre la ventana, y deja que el humo se apodere también de su casa. Se hace para atrás, hasta que choca con la pared, y comienza a inhalar. Inhala profundamente, y tose. Tose, y se ríe. Siempre, desde niña, se preguntó, cómo resultaría una muerte inhalando humo o gas, y es que desde que su madre se suicidó así, después de 9 intentos, surgió en ella una fascinación por la fragilidad de la vida, y aquella línea imaginaria entre la vida y la muerte. Le gustaba arriesgarse, probar cosas, experimentar. Y el haber incendiado la casa de enfrente no había sido el primer experimento. De hecho, era algo más que agregar a su lista.
Ahora se hallaba en el suelo. Tosiendo incontrolablemente, poco a poco sintiéndose atontada por la cantidad de humo que ya tenía dentro de sí, sus ojos se cerraban sin su consentimiento, y el pequeño hilo de la muerte, comenzaba a ceñirse sobre su cuello. Sabía que su deceso estaba más cerca, pero nunca más cerca que antes. Ya había sentido eso muchas veces, pero siempre. Siempre, había algo que le impedía morir. Siempre había un “pero” en su historia. Y por fin comenzaba a pensar que esta vez sería la excepción. Se dejo ir...la inconsciencia hizo de las suyas, y perdió toda noción.
Sin embargo, esta vez hubo otro “pero”. La historia que ella quiso comenzar, y terminar con su muerte, se vio truncada por un bombero que la sacó de ahí, justo a tiempo para detener su deceso.
Después de despertar en la sala de urgencias, maldijo a la persona que la sacó de ahí, y otro fracaso se escribió en una lista imaginaria en su cabeza. Se quitó violentamente el suero de la mano, y se paró de la camilla, furiosa. Una enfermera vino, y le dijo una sarta de cosas que ella no tenía ni ganas de oír. La empujó, y salió de ahí, por su propio pie. Seguía con la misma ropa que traía, así que no hubo mayor problema. Caminó hacia su casa frustrada, y decidida a intentar algo más. Algo tenía que haber, que fuera infalible...la muerte no podía escaparse de ella tan fácil.
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